Cuando tienes tiempo para caminar y si eres observador – un tanto para desconectar de la perdida de tiempo de ser esclavo de tu celular – una opción habrá de ser visitar un centro comercial (mall), aunque vayas “a abrir la boca”, en señal de quedar impresionado por algo extraordinario e inesperado (ante la gran oferta como parte de la sociedad de consumo) de lo que perciben tus sentidos priorizando el ver.
Sentarte
a tomar un helado (al que se suma el gustar), permite identificar hasta cierto
punto el parecido de las personas dados determinados rasgos comunes – aplicando
las leyes de la genética[1]
– en su físico; que decir del vestir, donde lo común es que ya no suele
apreciarse la diferencia entre las edades como es el caso de los jeans
deteriorados; cabellos con tintes que rompen la barrera de los tradicional:
azul, verde, combinaciones que envidiarían a cualquier pintor(a) experto en
colores pasteles.
Parejas
que caminan de la mano, en señal de amor; otros que no lo hacen supongo, dada
la posibilidad de separarse donde ella entra a una tienda y él espera
pacientemente (¿o impaciente?) fuera (tal vez como señal silenciosa de
protesta, ante los gastos posibles, que pueden afectar la cartera o las
tarjetas, producto de las compras de ella)
Familias enteras,
cuyo fin de semana, el propósito es salir a dar un recorrido por los pasillos
del centro comercial, donde los niños (as), descargan su energía subiendo y
bajando de un piso a otro, vía escaleras eléctricas.
No puede
faltar el sector gastronómico donde más allá de las diferentes especialidades
que distinguen unos de otros, de aquí el gusto, el olor, la visión, el tacto y
el sonido, se mueven un sinnúmero de personas que laboran como hormigas, con el
afán de brindar un excelente servicio.
Justamente
– ya una vez deglutido mi cremoso helado – centré mi atención en el hervidero
de personas moviéndose en un restaurante en particular al cual había asistido
en dos ocasiones: 1. Para la celebración de un cumpleaños y 2. Para atender a
unas amistades que por trabajo visitaban el país; más allá del ir y venir de
meseros, servidores, corredores[2],
hube de visualizar – casual y particularmente – a la persona cuyo rol era el de
anfitriona[3],
cuyas habilidades laborales y blandas, las manejaba de forma extraordinaria: «¿cuántas
personas son…?»; «en breve serán atendidos, muchas gracias»; «por
favor, me acompañan»; «que disfruten su estancia.. ».
A la par
con su comunicador portátil (walkie-talkie) interactuaba (supongo con otros)
con el propósito de agilizar la disponibilidad lo más dinámicamente posible.
Me
acerqué a ella, me identifiqué como un cliente ocasional, pero que casualmente había
sido atendido por su persona; le solicité hablar con su administrador o gerente
– su rostro mostraba incertidumbre, «¿abre hecho algo mal?» -.
Por lo visto, hay personas cuya entrega es total en su labor cotidiana, sin esperar reconocimientos, pero creo que de vez en cuando es necesario realizar un alto y hacerlo.
[1]
Conocidas como las leyes de Mendel. S Son el conjunto de reglas básicas sobre
la transmisión por herencia genética de las características de los organismos
progenitores a su descendencia. Gregor Johann Mendel (1822-1884) fraile
agustino católico y naturalista.
[2]
Este es un puesto de trabajo que suele estar presente únicamente en
restaurantes grandes y de prestigio. El corredor ayuda a que el trabajo del
mesero o servidor sea más eficiente, porque se encarga de sacar la comida de la
cocina y servirla al cliente lo más rápido posible.
[3]
Un anfitrión o anfitriona de un restaurante es una persona que se dedica a
recibir a los clientes y ubicarlos en sus mesas correspondientes. Quienes
ocupan esta posición tienen un diagrama de la distribución de las mesas,
asientos y secciones del establecimiento para garantizar que los servidores o
camareros trabajen de forma organizada y eficiente.
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