La evaluación siempre ha sido un factor vital, estrechamente ligado a la educación, al menos desde que vamos a la escuela, donde siendo pequeños, los padres asisten rigurosamente (temerosamente algunos y otros más confiados) a las reuniones para la entrega de boletines de notas y de conducta.
Con la edad y el paso del niño o niña a preadolescente y luego adolescente, un tanto cambian las reglas del juego, tal vez se "alejan algo" de los resultados numéricos y se limitan a indagar en, ¿Cómo vas en las notas?
Ya cuando pasan al mundo universitario y sobre todo en primer año -período de incertidumbre, de certeza o no en la carrera seleccionada, de adaptabilidad, de inmadurez a algo de madurez - prácticamente se disipa el vínculo: familia - estudiante. Experiencias tendrán muchas mis ex compañeros, yo aprovecho para contarle, una personal.
Nos encontrábamos en el proceso de aplicación de los exámenes a estudiantes de nuevo ingreso en las asignaturas de matemática y español (no siendo obligatorios), que dependiendo de los resultados y de ser aprobados, a los estudiantes se les convalidaban la clase regular del período; de quedar aplazados se les remitían a los llamados cursos propedéuticos con el objetivo de garantizarles las herramientas básicas necesarias para una y otra asignatura.
Si bien el propósito era estimularlos, realmente los resultados eran desalentadores. "Caían como moscas"; En una ocasión saliendo de mi oficina, coincidí con un grupo de estudiantes provenientes de la biblioteca donde expresaban o mal expresaban que habían quedado aplazados, por !un mísero punto!
Detuve al que llevaba "la voz cantante", lo saludé y tras los trámites protocolares - de respeto, de identificación - le pregunté lo del punto "miserable" y que ¿Cuál había sido su preparación real para el examen. Ninguna, me expresó.
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