Posiblemente usted que lee o escucha[1] mis artículos siempre en el campo de la educación, pensará que fui un buen estudiante en mi etapa de los primeros años de la universidad, pues sencillamente NO, tomaba con poca seriedad la preparación para los exámenes, estudiaba el día antes -cuando nos daban una semana de preparación para los mismos- y por supuesto las consecuencias están claras que me convertí en un pésimo estudiante por lo que perdí un año de estudio.
La reprimenda de mis padres fue la que les
correspondía -ellos nunca tuvieron la opción de pisar ni un escalón de una
universidad-, lo que conllevó a «ahora tendrás que ver
lo que haces, nosotros no podemos mantenerte»
Todas las puertas se cerraron, perdida de tiempo,
18 años sin saber nada que hacer, nada, pero los “ángeles, ¡existen!, y la mamá
de un amigo de la infancia, que era maestra, me dijo que porqué no daba clases,
¿clases?; casualmente, las coincidencias, fueron publicadas convocatorias de
jóvenes para insertarse en el magisterio, ante el déficit de profesores en ese
momento.
Con un año de licenciatura en química perdido, con
un título de graduado como bachiller, realmente no servía para nada, que hablar
de hoja de vida o curriculum vitae, nada un simple mortal indefenso, sin embargo,
las otras personas que aplicaban a pasar un curso emergente de unos seis meses
para poder impartir clases, no necesariamente tenían una “preparación” como la
mía.
Pasó el tiempo de preparación y fui asignado a una
escuela secundaria, donde mis alumnos sus edades oscilaban entre 20 y 28 años
(recuerden yo con 18), lo que implicaba un alto retraso escolar en el grado de
noveno, a lo que se sumaba que los mismos (algunos poseían antecedentes penales,
madres solteras, etc.), realmente ello constituyó una experiencia que aún recuerdo
como si fuese hoy.
Pasaron años, “la espina de mal estudiante” debía quitármela
si quería ser como educador un transmisor de conocimiento, pero también de
valores, por lo que, laborando entré nuevamente a la universidad, graduándome 5
años después y siendo el mejor graduado de la carrera de ese año en el campo de
la educación.
Pasaron décadas, ya como docente universitario, profesión
que adoro, por lo que nunca pensé en jubilarme, mientras tuviese la fuerza, energía
y salud necesaria para dejar de enseñar, continuar superándome (adentrándome en
el campo del uso de la tecnología, en cursos de posgrados vinculados a la
profesión y otros) que hoy en día continúo aprendiendo y aplicando.
Creo que una vez, una, pensé – que comparado con
otras profesiones- que ser docente, lo puedes hacer con más de 60, 65 años, a
diferencia de otras; ¿acaso pasar “a retiro” constituiría un alejamiento total
de las aulas?, sencillamente NO.
Ello me establecía un reto, grande, pasar de una
vida cotidiana de lidiar con estudiantes y docentes, a una de silencio, sin
repartir consejos para aquellos jóvenes que se equivocaban -como una vez me
sucedió, ¿recuerdan? – y no quería que cometieran mis propios errores; silencio
en aprender de los (mis docentes) que acompañaba en sus clases para recomendarles
lo que diría detalles en lo observado y superarlos.
Realmente era complejo cambiar de entorno de uno ¿bullicioso? a uno de ¿aislamiento?, NO, hecho que me conllevó a céntrame en -apoyándome en la tecnología- en la impartición de webinares, en escribir, para lectores sobre todo en medios periodísticos y que estos leyesen, (docentes, estudiantes, padres de familia, público en general) algo tan necesario como es la educación para tratar de contrarrestar al menos con “una pizca” los hechos sociales tan complejos que nos aplastan, y que abarcan los primeros planos prácticamente en todos los medios audiovisuales.
En fin, la edad, no es una causa, para pasar a
retiro. Los años vividos y trabajados son experiencias acumuladas, de los
cuales, lo mejor -inclusive sin que haya tenido la formación académica
necesaria-, para transmitir los mejores valores. ¿Me equivoco?
No hay comentarios:
Publicar un comentario