La afirmación del título del presente artículo, lo escuché por primera vez en boca de un excepcional docente[1], investigador, pedagogo, cuya edad rondaba los 80 años y que posteriormente tuve la felicidad de tenerlo como compañero de trabajo.
Por su edad, la universidad, lo
situó posteriormente solo para impartir capacitaciones a los docentes, así como
darnos a conocer el amplio espectro de publicaciones científicas, los cuales
constituían aportes de gran significado, nacional e internacionalmente;
prestigio avalado, representando a nuestro país, como jefe de delegación en el
campo de la Química, de las olimpiadas estudiantiles, encabezando la delegación
en el campo de la Química (mi especialidad) y que por supuesto, se solía
alcanzar medallas (oro, plata y bronce)
De él, recuerdo dos anécdotas: Recién
llegado de una olimpiada, dónde los estudiantes habían arrasado con los tres
primeros lugares, en diferentes grados [bachillerato y básico (9no grado)], al
reunirnos para presentarnos los resultados, se quitó la camisa que llevaba, lo
cual asombró a todo el claustro, y debajo llevaba un pullover o playera, donde
se mostraba a la altura del pecho una tabla periódica. ¡Impresionante!
La segunda anécdota correspondió a una
visita de inspección a la Facultad por parte del Ministerio (secretaría) correspondiente
a los efectos de evaluarla, donde un factor esencial constituía la calidad de
las clases, de aquí que fui acompañado por parte de profesionales de alta gama
y con la particularidad que los dos que me visitaron, ambos[2]
habían sido mis profesores y por otra parte, ambos eran autores de libros de
textos – a nivel universitario – de aquí la posibilidad de ¿ligeros roces entre
ambos?
La problemática no era la visita en
sí, para lo cual me había preparado lo suficiente teniendo en cuenta el
criterio de ambos autores (Nota: este hecho fue casual ya que no sabíamos la
identidad de quienes nos visitaban) en lo referente a la información científica,
sino en que el resultado de la evaluación, de quedar aplazado, afectaba a toda
la facultad. La nota oscilaba entre 5 y 3; en el caso de 3 la clase se
inclinaba a un REGULAR, y en el caso de 2, sencillamente APLAZADO.
De sacar esta última nota, era algo
así como pasar a la inquisición; por suerte fui calificado de 4, y por supuesto
con la satisfacción del deber cumplido; realmente fue un día que lo recordaré
siempre.
Pero más allá de las anécdotas antes
referidas, ¿es usted un docente que moriría con las botas puestas[3]?,
¿impartiría clases siempre que la salud se lo permita, sin importar la edad?
En ocasiones, los docentes que amamos
la profesión, respondemos afirmativamente, a pesar de estar en la edad de la
jubilación e inclusive ya jubilados; la problemática que podría surgir – de continuar
impartiendo clases - dependerá de la visión que tenga la institución de darle
la oportunidad de continuar o no, aprovechando la experiencia acumulada y ser
reubicado, por ejemplo: en la impartición de clases magistrales a docentes y
estudiantes.
Conozco colegas muy profesionales, que hoy en día se encuentran en sus casas, ávidos de estar al frente en un aula de clase, pero… bajo el (falso) criterio de darle espacio a los jóvenes educadores (que se lo merecen, no lo niego), asumen un “exilio forzado”, cuando realmente debiera existir un balance entre “sangre joven” y “sangre con experiencia” como parte del claustro docente; por lo visto el planeta Tierra, necesita para bien, reacomodarse.
[1]
Dr. Ernesto Ledón Ramos (1909-1989) cubano. Docente titular del Instituto
pedagógico Enrique José Varona (ISPEJV)
[2]
Dr. José Blanco Prieto. Docente de la escuela de Química de la Universidad de
la Habana. Cuba. Ambos docentes tuvieron otro valor común, dar clases,
compartir conocimientos científicos, educar, hasta los últimos días de su vida,
ambos “murieron con las botas puestas”.
[3]
La expresión "Morir con las botas puestas" alude a asumir una
situación de alto riesgo o terminal con mucha determinación y valentía. Las
botas estuvieron siempre ligadas a los militares y a los caballeros, formando
parte fundamental de su indumentaria. Perder las botas era un símbolo de
vejación o de derrota; por el contrario, enfrentar una crisis o un trance bravo
con decisión y coraje, equivalía a hacerlo con las botas bien puestas.
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