Posiblemente esta palabra la pude apreciar por primera vez, en los frascos de color ámbar, con su icono correspondiente, en las prácticas de laboratorio que realizaba en el primer año de la carrera de Licenciatura Química, previa orientación de la profesora en cuanto a las medidas a tomar de forma verbal, pero también detalladas donde nos daban las instrucciones por escrito, además del local, contar con las medidas a tomar en caso, que por error algún estudiante, cometiera alguna imprudencia.
Años después ya ejerciendo mi profesión como docente,
recibíamos capacitación todos los profesores de la disciplina a nivel
provincial donde abordábamos prácticas de laboratorio, que contenían los libros
de textos. Y como, “en casa del herrero, cuchillo de palo”, ese día presionado
por una cita, invitando a una joven a almorzar. Realicé mi práctica rápido y
cometí el error de no lavarme las manos adecuadamente. Una hora después me
encontraba degustando un exquisito conejo en salsa con champiñón y no quedaba
de otra que cometer un error culinario de chuparme los dedos.
Quedamos en vernos en la noche, pero no fue posible: en la
tarde de urgencia tuve que acudir al hospital, con principios de envenenamiento
– intoxicado - al ingerir una leve dosis de un “familiar” del cianuro que
formaba parte de los reactivos de la práctica de laboratorio. Solo recuerdo que
desperté en mi casa, casi 24 horas después.
Retomando el nombre del artículo, y porqué dar mi criterio o
reflexión al respecto, surge a partir de otros escritos – como pueden ser en
las redes – donde surgen muchas palabras diría que nuevas, al no ser escuchadas
o leídas con mucha frecuencia, como es el caso de resiliencia, por ejemplo,
cuyo significado es “término empleado en psicología positiva que hace
referencia a la habilidad para dejar atrás problemas, obstáculos y todo tipo de
situaciones traumáticas. Consiste en mantenerse en pie ante situaciones de gran
adversidad y equivaldría a lo que conocemos como fuerza o entereza” a partir de
la pandemia que nos invade.
Volvamos a tóxico, su definición: “Se emplea para calificar
a aquello que cuenta con veneno o que puede generar envenenamiento. Un veneno,
en tanto, es una sustancia que provoca daños en la salud y hasta la muerte
cuando un ser vivo entra en contacto con ella”, pero si este término lo asociamos
a una “persona tóxica”, ¿será que nos envenenará la vida?
La persona tóxica, se caracteriza por afectar directa y
negativamente a su pareja, amigos, familia o compañeros de estudio o trabajo,
por ser egocéntrico[1] y
narcisista[2];
también inhabilitan el crecimiento de aquellos que le son más próximos, ya que
se centran en sí mismo, y no son capaces de ayudar a los demás, creen que su
opinión es la más importante, dominan la conversación y menosprecian o dan poca
importancia a aquellos que no consideran que estén a su altura.
¿Qué hacer cuando tenemos a una persona así, que forma parte
del colectivo con los que pudiéramos socializar o no directamente? Obviamente
no les puedo recomendar el antídoto que medicinalmente me recomendaron, la vez
que me envenené, porque perdí el conocimiento, pero considero que la clave está
(posiblemente en “varias dosis”) en conversar
con la persona – que resulta más complejo, si es mayor de edad (o no), y
tiene responsabilidades administrativas, lo que pudiera dificultar su
accesibilidad – mostrándole la necesidad de gestionar de forma adecuada sus
emociones; que debe acercarse y escuchar a quienes le rodean, ser abierto a
diferentes perspectivas y, aunque no las compartan, saber respetarlas, entre
otras.
En fin, una responsabilidad más que tenemos los educadores,
y es “vacunar” a las personas tóxicas cuyo tratamiento a mediano plazo, los
podrá acercar a personas “sanas” en su comportamiento, en su conducta, en el
fortalecimiento de sus valores.
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