Si llegase hasta aquí finalizando este artículo, realmente sería
una afirmación tan simplona que se convertiría en un diálogo-monólogo insípido y
usted detendría inmediatamente su lectura, luego para evitarlo y tratar de
engancharlo que continue su lectura, paso a los párrafos siguientes.
Detrás de esa puerta – como en cualquier sociedad – podemos
encontrar hechos, experiencias positivas, pero también negativas; un docente que
transmite sus conocimientos a un grupo de estudiantes pero que podría ser altamente
cuestionado a modo de ejemplo por los padres cuando los resultados fuesen
negativos, que, si nos vamos a los extremos, digamos el 80 % de los estudiantes
no aprobaron la asignatura podrían presentarse varios escenarios:
·
Cuestionamiento de la profesionalidad del
docente.
·
Exoneración de que el hijo(a) sea el (la) responsable
de haber desaprobado.
·
Medidas a tomar con el docente por parte de la
institución.
Algo así como paralelamente a
todo ello en el patio de la escuela se esté levantado ya una picota pública o
la acumulación de troncos de madera en función de incinerar al causante de
todos los males
No obstante, nos queda valorar que
piensan el 20 % de los padres restantes que resultaron aprobado, ¿son sus hijos
diferentes?, ¿poseen todas las condiciones “mágicas” para estudiar y alcanzar
buenos resultados?, ¿se auto excluirán del problema al no haberse afectado?
La respuesta adecuada, la correcta para que sea lo más justa
posible en aras de solventar los factores subjetivos - ¿subjetivos?, ¡sí! - que
incidieron en los bajos resultados cuando no se establece un seguimiento
adecuado de acompañamiento al docente en que apreciemos el desarrollo de la
clase en sí.
No hace mucho, de dónde posiblemente surgió la idea o insumo
de lo que en este momento usted barre con sus ojos de izquierda a derecha,
renglón tras renglón, de una pregunta que me hacía una excelente colega: «Don
Ernesto, ¿cómo le llamaban a la supervisión de las clases en la universidad?»; le
contesté; «Acompañamiento, le respondí»
Su respuesta: «…, pero eso es un eufemismo[1]» y
no inmediatamente ¿segundos después?, le argumenté que no simpatizaba con su
respuesta, algo así y tan tradicional como las clases donde el docente solo
hablaba y los estudiantes escuchaban y anotaban, tradición de unos 9 siglos, y
que resultaba difícil cambiar, dada la existencia posible de algunos “residuos”
aún vigentes hoy en día.
La palabra supervisor (aguda, de cuatro sílabas) y que significa “revisar
el trabajo de otro”, de principio me genera un rechazo si solo viene a ver y se
va, algo así como una foto en blanco y negro con una cámara de cajón con rollos[2] y
no con una digital cuya imagen a todo color dependiendo del número de pixeles[3],
entiéndase acompañar al docente el 100 % del tiempo de su clase, para
posteriormente analizar el desarrollo de la clase en sí: lo positivo y las recomendaciones
o sugerencias (reitero: recomendaciones) a seguir en caso que fuesen
necesarias.
aprendizaje?, donde detrás de todo ello para lograrlo, a ese docente acompañado y no supervisado, se evidencia que hubo un trabajo previo de preparación insuperable: horas de investigación, de análisis objetivo al conocer a profundidad el desempeño gradual de sus estudiantes para lo cual hubo de consumir muchas, muchas horas (inclusive sacrificando sus horas de descanso), y que estas se “disolvieran” en menos tiempo “en esos cerebros ávidos de conocer el mundo que les rodea, pero además para tratar de mejorarlo”
¿Revisar que planificaba el docente? No, suficiente con lo que percibían
mis sentidos y finalizar expresando: Profesor(a), lo(a) felicito(a), ¡Hoy
aprendí mucho en su clase, cuando usted me abrió la puerta para entrar a la
misma!
Nota: la experiencia aquí narrada se basa en hechos reales y no ficticios tanto en la enseñanza media, como universitaria, que como docente – administrativo, ¡cuánto aprendí y comprendí!
[1] Palabra
o expresión más suave o decorosa con que se sustituye otra considerada tabú, de
mal gusto, grosera o demasiado franca.
[2] Las
primeras cámaras de cajón del Siglo XIX eran para placas fotográficas
(denominadas Magazine Cameras, Falling Plate Cameras o Detective Cameras). La
cámara de cajón para rollo la popularizó Kodak en 1888 a raíz de fabricarla
para dar salida a su nuevo rollo fotográfico.
[3]
Los píxeles – un pixel es la menor unidad de tamaño en la fotografía digital - son
los que dibujan las letras del artículo, los colores de los bordes, las fotos. Una
resolución con 12.000.000 píxeles, lo que ves es una imagen prácticamente igual
que la que ven tus ojos.
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