lunes, 27 de mayo de 2024

Una política de incentivación ¿a tiempo?

Cuando suelo ir de compras o romper un tanto con la dieta incorporando un poco más de calorías (indebidas) a través comida chatarra, me resulta agradable apreciar en determinados murales el rostro de personas que se destacan en su desempeño laboral a modo de reconocimiento, lo cual me parece maravilloso y más cuando es la exactamente persona que se me acerca a brindar sus servicios.

No queda dudas que reconocer la labor desempeñada – donde no necesariamente implica un gasto, sino más bien una excelente inversión – estimula a la persona que se distinguió por alguna razón u otra, donde posiblemente para obtener dicho galardón aumentó su productividad, la calidad, soportado por una serie de valores intrínsecos (disciplina, puntualidad, afable, atención al cliente, compañerismo, etc.) sin la búsqueda – como meta – de un beneficio económico inmediato.

La lógica en muchas empresas, para reconocer el trabajo de sus empleados, es muy disímil: por años trabajados, por períodos (semestral, trimestral, anual) y en cuanto al reconocimiento como tal dependerá de la disponibilidad financiera PREVISTA, PLANIFICADA, por la institución misma.

¿Ejemplos? Muchos, desde diplomas, certificados, flores, regalos materiales que muestran el logo de la empresa (¡esencial!), etc.; Lo preocupante es que no exista nada al respecto, nada, donde solo la opinión del que liderea considera que resulta suficiente porque al dar empleo, soluciona la alimentación de una familia.

Cuando no existe una política de incentivación acertada – y que en muchos casos implica un factor económico – gradual, ello puede generar movilidad, entiéndase que la persona renuncie  en búsqueda de mejores opciones, inclusive aunque se afecte económicamente, pero al menos que el entorno resulte más agradable producto de un significativo trabajo en equipo, transparencia, sinceridad, honestidad (volvemos a las habilidades socio emocionales) y sobre todo donde se evidencie un liderazgo y no necesariamente de las “altas esferas”[1], donde al menos con su jefe inmediato inferior exista una comunicación fluida, sincera, de verdadero compañerismo en el plano laboral.

Recuerdo – aunque de más de una he sido testigo – donde tenía dos compañeros, ambos de un área muy sensible pero que se irradiaba tanto a lo administrativo y a lo académico; uno de ellos por motivos personales emigró, el que quedó asumió ambos puestos con un ligero aumento de salario y no necesariamente dos responsabilidades, el equivalente a los dos puestos, su actitud no provocó “un sismo” ya que absorbió con mucha profesionalidad el alto volumen de trabajo.

Un buen día en su familia dejó de entrar un salario, acudió a quien competía para buscar opciones que le permitiera al menos menguar el impacto en los estudios de sus hijos, no obteniendo ninguna respuesta.  

Un mal día para muchos – casi seguro para él por los años de entrega, incondicional, donde presentó la renuncia al optar por un nuevo trabajo, mejor remunerado -, automáticamente “sonaron las alarmas”, comenzaron las negociaciones: ¿cuánto te pagarán en el otro trabajo?

La interrogante, al parecer no tuvo el eco esperado. ¿Quién perdió?, la propia empresa que perdía primero a la persona, segundo el vacío que provocaban las competencias laborales inherentes al puesto que, por supuesto fueron parchadas provisionalmente, algo así como colocar el dedo en el agujero del dique[2].


[1] Nota: que también debieran ser.

[2] Cuento perteneciente al libro infantil escrito por la norteamericana M. Mapes Dodge en 1873, Hans Brinker. Síntesis o extracto: Uno de estos días, el joven comenzó a recorrer el camino, no obstante, cuando pasó por la presa observó que el nivel del agua estaba mucho más alto que de lo normal. Al fijarse un poco más, se sobresaltó observando que había un pequeño agujero en el dique del cual salía agua. Sin pensarlo dos veces, el niño mete su pequeño dedo en el agujero para detener el goteo constante de agua. Así quedó durante toda una noche; y es que por más que gritaba auxilio nadie alcanzaba a escuchar su voz. Tan sólo al día siguiente, cuando la noche ya había pasado, un cura que pasaba por ahí se dio cuenta de que el joven necesitaba ayuda. Al observar la postura y su función, el cura fue consciente de que la ciudad se había salvado gracias a este pequeño. 

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